sábado, 5 de julio de 2008

Teta (*)

Desde el momento en que en la clínica la enfermera me agarró el pezón como quien sacude un sobre de jugo en polvo antes de abrirlo, mi teta se convirtió en cosa pública. No tanto porque anduviera con la teta al aire (no soy de las que pelan en el bondi), sino porque parece ser materia de opinión de todos: desde la familia cercana hasta la compañera de cola en el supermercado.
Durante los primeros meses estamos todos de acuerdo en que la leche materna es lo más recomendable, pero a medida que pasa el tiempo, las opiniones se van dividiendo: Las mujeres que tienen una vida profesional muy activa se inclinan por el “la naturaleza es sabia, si ya tiene dientes, no es para que tome teta”, y las que no pueden resolver su simbiosis con el bebé creen que hay que darle hasta que le salgan pelos en las bolas.

Yo tenía como objetivo los 6 meses, digamos que me asustaban un poco los dientes, y que me impresionan los chicos más grandes que se sirven de la teta con la misma habilidad que podrían abrir la heladera y prepararse una chocolatada. Pero, llegados los 6 meses, Juan empezó a ponerse quisquilloso con la mamadera, así que dije “un poquito más”. Y en eso de querer recuperar mis tetas y empezar a averiguar si mi obra social me las hace gratis, la gente vuelve a opinar: que le siga dando, que es pleno invierno y si no se va a enfermar, y me dejé convencer de seguir un poquito más.

Finalmente, fue el pediatra de Juan quien le puso fin a la pulseada: El Pocho no pasó la prueba de la balanza, bajó 100 gramos y, por prescripción, tenemos que darle mamadera. Señoras de la Liga de la Leche: ahórrense sus discursos, no voy a tomar levadura de cerveza con 3 litros de agua. Lo que me voy a tomar es un buen copón de vino tinto.

(*) En realidad no es que tenga una sola, pero el plural (vaya uno a saber por qué) no se usa en términos de lactancia.